Donatien Francois Alphonse D' Sade

El Marques De Sade

JUSTINA.

1ra. parte del Libro 4.

La enorme puerta de roble del monasterio chirrió al abrirse, y un anciano portero condujo a Justina hasta una sala inmensa, oscura, de alto techo. El piso y las paredes eran de piedra, el aire húmedo, al que sólo calentaban las llamas de un par de velas pequeñas estaba henchido de tinieblas. Al mirar a su alrededor, la hermosa joven se sintió presa de un sentimiento de piedad; cayó de rodillas al instante y elevó el rostro en una oración.

Al preguntarle la razón de su visita Justina explicó al portero que deseaba confesar sus pecados. Cuando le recordó el portero lo tardío de la hora, ella respondió:
-Entonces, dejad que me arrodille sólo un momento ante la estatua de la virgen milagrosa a quien está dedicada la abadía, y me alejaré reconfortada.

Muy impresionado por tan dulce elocuencia el portero se retiró y después apareció con el propio superior del monasterio.
Este, llamado padre Severino, era un hombre alto y de una belleza áspera, cuyos rasgos juveniles y físico robusto desmentia su edad verdadera, cincuenta y cinco años. El acento musical que adornaba sus palabras sugería su origen italiano, y la gracia de sus movimientos tenía ese estilo que se suele achacar a esa raza de libertinos.

-¿En qué podemos servirte, niña?- preguntó dulcemente a Justina.

-Santo varón -respondió ella, arodillándose-, siempre he creído que nunca es demaciado tarde para presentarse ante las puertas de Dios. Vengo de muy lejos, llena de fervor y devoción, esperando poder confesar mis pecados.

-Mi querida niña- dijo el padre Severino poniendo cariñosamente su mano sobre el hombro de Justina-, aun cuando no acostumbramos recibir penitentes a hora tan tardía, me sentiré muy dichoso al prestarte el servicio de escuhar tu confesión. Más tarde veremos cómo podemos acomodarte para que pases la noche en un lugar apropiado. Y por la mañana podrás recibir la eucaristía.

Después de haberse expresado en estos términos, el padre Severino la condujo a la iglesia. Se cerraron las puertas y se encendió una lámpara cerca del confensionario. Entonces el eclesiástico de aspecto piadoso ocupó su lugar en el interior, y se inició la ceremonia.

Justina, perfectamente tranquila, narró todas sus penas, comenzando desde el fallecimiento de sus padres, como perdió el poco dinero que tenía, como fue abusada y deshonrada por quienes solicitó ayuda; no omitió ningún detalle ni alteró hecho alguno. El padre Severino cuyo rostro era la imagen del interés y la compasión, escuchó atentamente, y de vez en cuando insistía en que ella repitiera ciertos detalles, en especial los que correspondían a los episodios eróticos. Pero Justina no sospechó en lo más mínimo los motivos de las preguntas del abad; tampoco se permitió pensar que tenía demasiado cuidado en asegurarse de que ella decía la verdad en cuanto a tres puntos específicos: 1) Que había nacido en París y era huérfana; 2) Que no tenía amigos ni parientes con quien estuviera en contacto, y a quienes pudiera escribir solicitando ayuda; 3) Que nadie sabía que había acudido al monasterio.
Cuando finalizó el ritual y húbose pronunciado la absolución, el padre Severino la tomó de la mano y la condujo al lado opuesto de la iglesia.

-Hija mía -le dijo-, mañana recibirás la eucaristía. Pero por ahora vamos a ocuparnos del asunto de la cena y el alojamiento.

-Pero padre -protestó Justina-, no pensaréis que puedo pasar la noche aquí, en una comunidad de hombres...

-Pero ¿dónde entonces, mi encantadora peregrina? -contestó el prior, sonriendo-. Además, la experiencia te servirá, y si nosotros los anacoretas no llegamos a complacerte, por lo menos tendrás el consuelo de complacernos tú a nosotros.

Atónita, Justina se páro en seco. El padre Severino la empujó bruscamente.

-¡Vagabunda! -le dijo-. Tienes la poca delicadeza de conceder tus favores a todo lo largo y ancho de Francia, y quieres negárselo a unos cuantos trabajadores aislados en las viñas del Señor. -Y al hablar así la tironeó hasta un pasillo oscuro que bajaba en espiral desde la parte posterior del altar mayor hasta los sótanos lóbregos y húmedos de las profundidades del edificio.

El pasillo carecía de luz, y el padre Severino, apoyándose en una pared para orientarse, empujó a Justina por delante. Pasandole un brazo por la cintura, deslizó la otra mano por entre sus piernas y exploró las partes púdicas hasta que localizó el altar de Venus. Allí aferró su mano hasta que llegaron a la escalera que conducía a una habitación que estaba dos pisos más abajo de la iglesia.
El cuarto estaba espléndidamente iluminado, y amueblado con gran lujo. Pero Justina apenas observó lo que la rodeaba pues sentados alrededor de una mesa en el centro de la sala se encontraban otros tres frailes y cuatro muchachas...¡los siete totalmente desnudos!

-Caballeros -anunció el padre Severino-, nuestra compañía se verá honrada esta noche por la presencia de una muchacha que lleva a la vez en el hombro la marca de la prostituta y en el corazón la candidez de un infante, y que encierra todo su ser en un templo cuya magnificencia es un deleite contemplar. -Y pasando por detrás de ella, encerró sus senos entre las manos-. Mirad estos globos, caballeros -dijo con entusiasmo-, ¿habeís visto jamas cosa tan bella? - Y después, haciendo que se volviera de espaldas a la asamblea, le levantó el vestido-. ¿Y qué decís de estas nalgas? ¿No os gustaría hacer más espléndida la noche con ellas?
Los frailes sonrieron, obviamente deleitados con aquel panorama, y todos felicitaron a Severino por su hallazgo. Entonces uno de los tres, un monstruo bestial tan grande como un gorila y, a decir verdad, igual de feo, vacílo al intentar incorporarse; tenía el poco adecuado nombre de padre Clemente.

-Bueno, padre Severino -dijo riendo ahogadamente, el padre Clemente-, no os quedéis con ella para vos solo. Quitadle la ropa, y todos nosotros la probaremos.

Justina retrocedió horrorizada. Inmediatamente el puño del padre Severino se proyectó contra su sien, haciéndola caer al suelo medio inconsciente.

-Aquí no toleramos la menor resistencia, zorrita -dijo severamente el monje-. Una sumisión absoluta es lo que queremos, y no soportamos otra cosa.

-Yo abría pensado que si alguien podía sentir compasión de mí serían cuatro hombres de Dios -expresó la asombrada Justina.

-¡Ja! -se burló el padre Severino-. ¡Que ilusiones! ¿Piedad, niña? No sabemos lo que significa esa palabra. ¿Compasión? Aquí no la encontraráas. ¿Religión? Cuanto mejor la conocemos, más la despreciamos. ¿Ley y orden? Nuestro placer principal consiste en violar la ley y el orden; anhelamos el caos completo.

-¿Cómo podéis llamaros sacerdotes? - espetó ella entonces, sintiéendose muy mal-. ¿En esta forma adoráis al Dios a cuyo servicio habéis jurado fidelidad?

-¿Dios? -gritó el cura con atronadora voz-. ¿Dices Dios? ¿Habláis del mismo Dios a quien has estado implorando en vano durante los últimos seis años? ¿El mismo Dios que, como recompensa de tu virtud, te ha sumido indefectiblemente en penas cada día peores? Yo te voy a decir lo que pienso de Dios: lo desprecio, lo odio, lo aborrezco con todo mi corazón. Y lo mismo les pasa a mis hermanos sacerdotes; por esa razón nos pasamos el día entero ofendiendo sus vanos mandamientos. -Y poniéndola bruscamente de pie, prosiguió-. Y ahora, ya basta de filosofar.Estas a punto de entrar al servicio de un dios distinto: el dios del deseo carnal. Así pues, quítate la ropa y entrega tu cuerpo a nuestra lujuría.

Pero Justina no estaba dispuesta a dejerse convencer de que tenía que renunciar tan fácilmente a sus principios. Dejándose caer de rodillas unió sus manos en actitud de rezar, y con los ojos mirando hacia arriba comenzó a recitar el "acto de contricción". Furioso, el padre Severino le dio una patada en el estómago. Después, empujándola hacia el padre Clemente, ordenó al enorme y simiesco fraile que la desnudara.
El padre Clemente, con espuma en la boca, agarró a Justina de las axilas y la puso rudamente de pie. Metiendo dos dedos semejantes a salchichas en el escote de la brusa, dio un fuerte tirón; se oyó un desgarrón, las dos mitades de la prenda cayeron a cada lado, y los dos pechos maravillosamente formados salieron bruscamente hacia afuera.
Como la niña trataba de cubrirse con los brazos, el padre Clemente metió los dos mismos dedos en la cintura. Casi instantáneamente la falda se rasgo en dos pedazos.

-¿Encantadora criatura, verdad? -preguntó sonriendo el licencioso sacerdote, hacíendola girar para que su cuerpo, ya totalmente desnudo, pudiera ser contemplado más ventajosamente por los demás-. Mirad esos preciosos flancos. Y, como dijo el padre Severino, mirad estas nalgas. ¿No os encantaria comerlas?

-Está bien -dijo el padre Severino-. basta ya de refinamientos. Ahora le daremos el tratamiento de bienvenida completo. Al fin y al cabo, aun cuando no haya sido réclutada por los medios usuales, satisface los requisitos de nuevo ingreso. Ahora reuníos alrededor de ella, y adelante con la ceremonia.

Apenas estuvo dada la orden los demás frailes, junto con sus cómplices del otro sexo, formaron un círculo alrededor de la pobre muchacha. Uno tras otro la inspeccionaron, el primero echando una mirada apreciativamente a alguna parte de su atonomía, el segundo inserto un dedo en un orificio, y así seguido, hasta que hubieron transcurrido dos horas mientras se celebraba el ritual. Entoces el padre Severino se colocó en el centro del círculo y anunció:
-Segunda fase: que cada uno de nosotros, los sacerdotes, goce de sus placeres preferidos.

Es comprensible que el primero de los cuatro en hacerlo fuera el propio padre Severino. Avanzando hacia la chiquilla como un tigre que se abalanza sobre su presa, la obligó a ponerse de bruces en el suelo; luego, mientras dos de los frailes le abrían las piernas, se dedicó a penetrar en ella en el estilo de Sodoma. Sin embargo, el gigantesco miembro del fraile resultó demasiado grueso para el uso que quería darle; se puso a empujar, separar, y golpear, a pesar de lo cual no pudo penetrar en la ciudadela en la cual pretendía hacer acto de adoración.
Enfurecido por su fracaso, el pérfido sacerdote se puso entonces a azotarle las nalgas lleno de ira; pegándoles con las manos y pellizcándolas, no estuvo satisfecho hasta que las encantadoras esferas se pusieron rojas. Entonces, una vez pasado aquel instante de brutalidad, volvió a sitiar la ciudadela, apretando, ensanchando y empujando a la fuerza una y otra vez hasta que, finalmente, el baluarte cayó. Un horrendo grito de agonía llenó la sala cuando el monstruo invasor desgarró los intestinos de la joven. Palpitante y agitado, el escurridizo reptil lanzó hacia adelante su veneno y después, privado de su rigidez, se rindió a los frenéticos esfuerzos de la joven para expulsarlo. El padre Severino lívido de furor al verse imposibilitado para mantener el asedio, cayó al suelo inconsolable.
Entonces avanzó el padre Clemente, miró de manera amenazadora a la chiquilla, mientras con una mano fotaba su asqueroso miembro.

-Os vengaré, padre -prometió-. Una vez que haya terminado con ella, la putilla sabrá que no conviene resistiros. Levantándola por el aire con un solo brazo, el gigantesco sacerdote la tendió sobre sus rodillas; entonces, agitando airosamente un látigo, le cruzó tres veces las nalgas. Justina se retorció bajo el ardor de los golpes, pero sus penas sólo habían comenzado, pues el padre Clemente sólo estaba haciendo una prueba. Entonces, satisfecho con su postura y con la forma en que tenía asido el látigo, el odioso fraile alzó el arma de largas lenguas muy por encima de su cabeza y la dejó caer con fuerza sobre la joven. Los bordes cortantes del cuero rebenaron sin piedad toda su carne, dejando brillantes líneas de sangre a su paso; el dolor era tan fuerte que el grito de la pobre niña sa ahogó en su garganta.
Exitado por la visión de sangre, el bárbaro padre Clemente la azotó entonces con furia vesánica. Ninguna parte de su cuerpo quedó a salvo de su bestialidad. Brillantes, rojos arroyuelos le corrian por la espalda, desde los hombros hasta las nalgas, y rodeaban sus muslos como finas culebrillas de color carmesí.
Más exitado aún por este espectáculo, el vicioso sacerdote la forzó a colocarse boca arriba, y pegó su odiosa boca a la de ella, como si tratara de arrebatarle de los pulmones los gritos que su látigo no había podido arrancarle. Alternativamente le chupaba la boca y le golpeaba el abdomen, y cuanto más se agitaba y se debatía Justina en su angustia, más satisfecho parecía él. A veces le mordía los labios, otras le pellizcaba las nalgas, después le golpeaba el pecho con la barbilla, seguidamente le rasguñaba el vientre, pero su furia no parecía aplacarse con nada.
Estando los labios de Justina entumecidos ya por tanto mordisco, y su abdomen encarnado por los golpes y arañazos, el diabólico Clemente concentró sus ataques contra los pechos. Amasaba con los dedos los globos de maravillosa suavidad, los apretaba con las palmas de sus manos, los estrujaba el uno contra el otro y después tiraba de ellos para apartarlos; pellizcaba los pezones, metía la cara en el surco que los separaba y mordía su circunferencia. Finalmente, en un alarde de ferocidad, metió uno dentro de su boca y lo mordió con toda fuerza. Nuevamente llenaron el aire los alaridos de Justina y, mientras el padre Clemente levantaba el rostro, lleno de gozo, dos chorros de sangre le corrían por las comisuras hasta la barbilla. El pecho de la desdichada joven era un surtidor de sangre.
Como el turno del padre Clemente había terminado, fue suplantado por el padre Jerónimo, el mas viejo de los cuatro anacoretas y en sí, de todo el monasterio. Contaba con mas de cuarenta y cinco años de sacerdocio.

-Como Clemente -expresó-, también respetaré vuestro deseo de que no se penetre el campo de Venus. Sin embargo, me agradaría besar los canales por donde han pasado las armas de otros.
Y al decirlo así, la puso de cabeza y presentó amablemente sus respetos al culo de la joven.
Una vez realizado lo cual, el viejo eclesiástico metió un dedo en la ciudadela en la que su prior había librado anteriormente una batalla.

-¡Oh, cuánto me gustaría que mi pollita pusiera un huevo! -dijo riendo ahogadamente con expresión lujuriosa-. Y si lo pusiera, no dudo en comerlo, porque de veras tengo mucha hambre...¿No hay uno ahí?...¡Por Dios, que sí! ¡Oh, dulce niñita, nunca sabrás el deleite que has proporcionado al corazón de este viejo serviente del Señor! Coopera conmigo, niña, y no lo lamentarás.
Entonces el asqueroso anciano pego sus labios el arificio, y a Justina, llena de asco y repulsión, no le quedó más remedio que satisfacer su solicitud. Una vez que Justina defecó, el clerigo se lo tragó gustoso. Entonces, obligando a la pobre a caer de rodillas delante de él, buscó otro tipo de satisfacción por medio del único templo que se ajustaba a su edad y sus aficiones. Mientras que Justina se resignaba a representar el papel con sumisión, el desequilibrado anacoreta llamó a otras dos de las mujeres; a una de ellas le mandó azotarle la espalda con el látigo, mientras la segunda se colocaba por encima de su boca y, como había hecho Justina poco antes, la segunda mujer comenzó a defecar y orinar encima del decrepito sacerdote.
Una vez que pasó la representación, el agotado viejo fue remplazado por el mas joven de los cuatro, el padre Antonino, un hombre chiquito con ojos brillantes y redondos, nariz puntiaguda, con un falo enorme como un brazo, duro y grueso, y un entusiasmo por el mal que superaba al de sus colegas.

-Bueno, echemos una mirada a ese templo de Venus cuya adoración ha sido hasta ahora limitada a un solo hombre -dijo, poniendo a Justina en posición supina sobre su regazo. Entonces, una vez que hubo inspeccionado el templo y expresado su aprobación respecto a las instalaciones, separó las piernas de la joven y procedió a entrar en ella.
El dolor de la penetración fue tremendo, pero no más desgarrante que las agonías pasadas. En verdad, a medida que el sacerdote penetraba en el santuario, Justina sintió que nacian en ella sensaciones de placer que jamás había soñado pudieran existir. Sin embargo, era tal su devoción a la virtud, que aun en ese momento decidió que no se permitiría disfrutar del acto, y entoces, como el incienso de la tentación cundía a su alrededor, apretó los dientes y musitó fervientemente oraciones pidiendo perdón.
El atlético, entusiasta y bien dotado padre Antonino, al percatarse de que la joven, por corrección, se reprimía de llevar las pasiones de él a su cima agarró los dos magnificos hemisferios que eran sus nalgas y empezó a menearlas al compás de sus propios movimientos, mientras que, dentro de ella, el palpitante acólito se agitaba y desfloraba el altar de Venus no sólo como si quisiera adorar sino también saquear el lugar.
Como el proyecto se llevó a cabo con acierto, el joven y cansado fraile trató de aumentar la intensidad de sus placeres. Llamando a otra de las muchachas, una niña de quince años cuyo rostro hechicero estaba surcado por las marcas de la angustia y el terror, la puso contra los flancos de Justina, frente a él, y con las piernas abiertas; entonces con la lengua llevó a cabo los mismos sacrificios que su acólito estaba ofeciendo allá abajo. Simultáneamente, una de las mujeres mayores se apostó contra sus ingles y se puso a lamérselas. Al mismo tiempo otras dos mujeres se colocaron en lugares opuestos de aquel infame espectáculo, y el insaciable padre Antonino se puso a masturbarlas con cada una de sus manos.
La pirámide humana estaba ya completa. Ni uno solo de los sentidos del pervertido sacerdote quedaría sin atención, ni uno de sus instrumentos para obtener placer permanecía ocioso. La sinfonía de vergonzosa sensualidad seguía rápidamente en crescendo. Los alaridos extasiados del monje anunciaban el climax, y Justina sintió el vigoroso embate cuando se produjo. Entonces se encontró inundada por las aguas de la presa que había contribuido en una sexta parte a derramar.

-Bueno -dijo el padre Severino cuando se hubo desenmarañado la madeja de los cuerpos desnudos-, basta para el primer día. Traedle algo de comer a la muchacha, y vamos a buscar cama para ella.
Justina, totalmente agotada en lo fisico, conservaba sin embargo el espíritu incólume.

-Con vuestro permiso, padre -dijo con actitud-, mi único deseo es abandonar al instante este lugar maldito. Quedaos con vuestra cama y con vuestra comida, lo único que pido es que se me devuelva lo que queda de mi ropa, y me despediré al instante. No debéis temer que vuestros secretos sean revelados por mi; no deseo más que seguir en paz mi camino.

El padre Severino la contemplo con los ojos relucientes y con una sonrisa amigable en los labios. -¿De veras, chiquilla hermosa? - cloqueó en voz baja-. ¿Ese es vuestro deseo? Bueno, pues mucho me temo que eso resulte imposible por ahora, porque cuando le hemos dado su recibimiento a una moza no le permitimos dejarnos antes de que los cuatro estemos cansado de ella; y con una muestra de feminidad tan dulce y sabrosa como tú, no estoy seguro de que eso suceda muy pronto.
Habiendo hablado de ese modo chasqueó los dedos, y una mujer desnuda salió de entre las sombras. Tendría tal vez treinta años de edad, y era una de las criaturas más bellas que se pudiera imaginar.

-Onfalia -le dijo el cura-, llévate a esta irritable zorrita hasta el dormitorio, y procura que descanse un poco. Dios sabe que aquí va a necesitar toda la fuerza que pueda disponer.

Fin.

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